Empiezo las vacaciones llorando, echándote de menos, deseando que todo esto solo hubiera sido una pesadilla.
Ojalá hubiera podido ir más rápido, ojalá. Ojalá hubiera sabido hacerlo de otra manera. Ojalá todavía quisieras estar conmigo.
Ojalá.
Sé que he fracasado contigo. No supe darte más. No pude darte más. Pero quiero dártelo. Ojalá me dejases hacerlo.
Ojalá esta semana de náuseas, ansiedad y orfidales no hubieran existido.
Estoy rota. Rota porque ya no estamos juntos. Rota porque te dije «te quiero» cuando ya era demasiado tarde. Rota porque, en esa despedida, tuve que verme desde fuera para no gritarte que no me dejaras, para no empeorarlo todo.
Tengo tantas ganas de abrazarte que los brazos me queman. Me siento perdida, confusa, no entiendo nada. No puedo leerte, no quiero ver tus fotos, no puedo saber qué haces, no puedo.
Duele.
Duele saber que podríamos haberlo hecho pero que no fuimos capaces. Duele porque me queman los dedos, porque quiero escribirte, decirte que no te vayas, que te quedes conmigo, que tu gusanillo solo está dormido.
Quédate conmigo, repito, quédate. Es la única oración que sé de memoria.